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cal de siete octavas, con su musiquero de palo santo; arañas de cristal y butacas enfundadas. En otras partes, desnudez completa en las paredes, bancos de pino sin pintar, viejos arcones cuyas bisagras chirriaban al abrirse, y aquí y allá, pendientes de las paredes, collerones de mulas, montones de varas, azuelas, palas y utensilios agrícolas.

Eladia anduvo por el largo pasillo que llevaba a su alcoba, y al entrar en ella, dijo con entonación cariñosa:

—¿Dónde está esa perdida? Me dejas sola, Narcisa, y me desespero esperando.

—¡Ja, ja, ja! Estás impaciente?—repuso la voz dulcísima de otra señorita.

—Yo?... ¡por papá!—contestó Eladia, echando una furtiva mirada al espejo, donde se retrató su faz, teñida súbitamente de carmín.

—¡Por papá...., por papá! ¡Picarilla! ¡Qué poca confianza tienes en tu hermana!... ¿Y ese señor don.

Angel Garrido, no te inspira interés ninguno?

—¡Vaya! ¡Fuera una solemne bobada! ¿Le conozco acaso?

—Le conoces de nombre, de referencias... y de fotografía, que es conocerle poco menos que de vista. Sabes que es un señor promotor fiscal de mucho talento, que tiene ojos negros, barba negra y trajenegro; aquello, porque Dios quiso dárselo; esto,porque acaba de morir su madre, buenisima señora, que está, sin duda, donde la nuestra, en el ciclo...

Todo esto sabes... y algo más que me callo... Sabes que viene a vistas con el intento de que le conoz-