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Angel... a fin de que no se figure que le aguardamos con impaciencia... ¡Quiérele mucho, pero no se lo demuestres!

—¡Muchacha! Tú sabes más de la cuenta... No es bueno el disimulo... sobre que no hace falta, pues no hay en mí tal amor, ni tal...

—Volvemos a las andadas? Eres incorregible.

No disimules, no finjas.

—Tú eres quien me propone el fingimiento.

—Sí, ¡para ocultar el amor que finges no sentir!...

¡En marcha!

} Levantáronse las dos señoritas, y tomando dos pañuelos de seda, echáronselos sobre las gentiles cabezas. La de Narcisa era pequeña y no ofrecía facción notablemente hermosa, porque si sus ojos eran vivísimos, negros, fulgurantes, en cambio no tenían grandor extraordinario; si su nariz era bella, fina, de ventanas nacaradas y movibles, en cambio parecía harto chica para armonizar con la anchura y despejo de la frente; si su pelo era negro como el de Cloe, no tenía aquel brillo de grano de mirto que Longo atribuye a la amante de Daphnis.

A pesar de esto, mirar a Narcisa y sentir el influjo magnético de la simpatía era obra del mismo instante. ¿Debía atribuirse este hechizo al fuego de sus ojos o al de sus labios? ¿Era la luz de su mirar inteligente, límpido, sereno y claro, o alguna fuerza misteriosa y desconocida, especia de electricidad del alma, que descargaba sus corrientes alrededor de sí, colocándola en una atmósfera de atracción inevitable? Por ahora no sabemos decidir el caso.