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ban, haciendo acudir al pico las razones; ya que, agotadas éstas, se insultaban retándose a singular batalla; ya que hablaban de amores, y entonces era de ver cómo del grupo más numeroso salían volando, por distintos lados, dos pájaros, para ir a decirse en secreto algo que está mal decir «coram populo»».

—Hija mía—dijo Narcisa, parándose delante de Eladia, después de haber andado algunos pasos—.

Aquí no se puede vivir. Si no fuese por nuestro pedazo de jardín, verdadero oasis de este Sahara, a que llamamos la Mancha, yo me ahogaba, me moría.

—¡Qué exageraciones! ¿No he pasado yo mi vida en este pueblo? ¿No he vivido, durante los cinco años que estuviste en el colegio, sola, completamente sola, sin compañía de nadie, sin distracción de ninguna clase?—repuso Eladia.

—Es que tú eres de la madera de los mártires.

Todo lo encuentras bueno... No comprendo la vida en este lugarón. Voy a hacerte la pintura de las felicidades que puede proporcionarnos... Pero andemos y hablemos al mismo tiempo.

—Vamos donde gustes—repuso Eladia, sonriendo y echándose aire con un abanico.

—Primera distracción—continuó Narcisa contando las distracciones por los dedos—: pasear por el jardín. Segunda distracción: sentarse en el jardín. Tercera distracción: volver a pasear por el jardín susodicho... Y así sucesivamente... ¡Ah!, se me olvidaba. Además, se puede gozar mucho, muchí-