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simo, recorriendo los barbechos y destrozándose los pies en sus endurecidos surcos, cegar con el reflejo de un sol que echa lluvia de rescoldo sobre la tierra, respirar el ambiente polvoroso, y morirse de tedio después de disfrutar estos encantos de la bella naturaleza.

—Pero, Narcisa; prescindes de uno de los principales placeres nuestros.

—¿Cuál?

—El de la vida de la familia.

—¡Como si la vida de la familia no fuese igualmente agradable en la Mancha que en Madrid!

¡Como si fuesen incompatibles la vida del hogar, el cariño de mi excelente, de mi excelentísima hermana, y el de mi papaíto, con los encantos de las grandes ciudades!

—Tanto como incompatibles, no digo; pero confiesa que... un poco reñidillos sí están. Si se vive mucho fuera de casa, algo hay dentro de ella que se queda frío. El tizón que arde en la calle no calienta el hogar.

—¡Filosofía! Yo estoy por las cosas prácticas.

Puede arder la mitad del tizón en la calle y la mitad dentro de casa... Me parece que te he vuelto bien la pelota.

Habían llegado al sitio del jardín que se llamaba «El Mirador»», y que no era otra cosa que una elevación del terreno que formaba un a modo de montículo, sobre el que estaba un banco de hierro. Rodeábanle diversas plantas de flor olorosa, que, mustias y marchitas por el calor del día, exhalaban su UNIVERSITY OF MICHIGAN LIBRARIES