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aroma en el aire quieto y pesado de la bochornosa tarde.

—Ves el camino?—dijo Narcisa—. No viene nadie.

—¡Aun no!—repuso Eladia.

—Ahora se levanta un poco de aire... Mira cómo se menean las grandes aspas de los molinos de viento.

Meneábanse, en efecto, las ruedas de tres molinos que en la lejanía más remota se columbraban, y con sus brazos extendidos y su montera de plomo inclinada hacia la derecha por el batir de los temporales parecían una cuadrilla de matones embravecidos, puestos allí para amedrentar al mundo, retando a riña a todos los valientes. Más abajo extendíase el campo infinito, abierto, igual, y sus tonos rojos y pardos no se veían alterados sino por algún manchón blancuzco de peñascos, o por la obscuridad de tal cual zarza silvestre.

—Ni viene ni asoma—dijo Narcisa con tono humorístico.

—Hacia Los Cabezuelos veo un caballo que corre.

—¿Serán ellos?

—No, porque han de venir tres caballos: uno el de mi papá, otro el de don Angel, y además el que trae Toñuelo con los equipajes.

—Entonces, ¿quién es ese jinete?

—Sin duda es don Melitón, el diputado provincial, que viene de Ríonegro.

—¡Uf!, ¡qué hombre más cargante!... El es, sí...