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No... Dios los habrá libertado de tanta desgracia... Enviaremos a Bonifa para que los busque... Salgamos al menos de esta incertidumbre.

Me asustan, menos que la duda, todas las desdichas del mundo juntas.

—¡Bonifa! ¡Bonifa!—gritó Narcisa.

Su voz resonó en lo último del jardín, de donde respondió otra voz menos dulce:

—¡Voy allá, señorita, voy allá!

Escuchóse el ruido de unos pies que pisaban la arena del sendero, rozar de ropas en los bojes y rosales de la vecina calle, y después apareció sobre el mirador la figura del mayoral de la labranza del señor Pantoja.

—¿Ocurre algo, señorita?—dijo aquel.rudo hombre, llevando su mano a la cabeza para quitarse a medias el sombrero.

—Ocurre, ocurre...—balbuceó impaciente Eladia—. ¡Dios sabe lo que ocurre! Papá tarda mucho.

Tememos que le haya ocurrido algo... Monta a caballo, recorre el camino hasta Galianilla, y averigua dónde están... dónde está mi padre.

—¡Qué, señoritas! No tengan ustedes miedo. Vendrán más despacio; pero no hay nada que temer.

—¿Y esa partida de Luisillo Cien Reales?

—Por ahí anda—replicó el mayoral, señalando al campo con ademán torpe—. Esos tunos se meten con la gente floja, pero con el señorito... ¡Vamos!, ¡adónde irían a parar ellos? ¡Buenos humos gastan los Pantojas! Díganlo aquellos pillastres de la partida carlista de Lirones, que quisieron aco UNIVERSITY OF MICHIGAN LIBRARIES