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de su pecho y aquel movimiento mareante del bastón dábanle risible semejanza con un viejo vapor de hélice, que nada soplando y agitando su tornillo de acero.

—Vea usted, Eladia—dijo Angel a su compañera de paseo. Vea usted qué hermoso está el jardín.

—¡Ah, sí! Muy hermoso.

—Veo en él la mano de usted. Aquí hay una mujer que dirige la vida de estas flores; una mujer que ha hecho de un jardín un poema.

—No, pues se ha equivocado usted... No soy yo; es mi hermana, es Narcisa quien lo dispone todo aquí y quien manda en jefe en esos ejércitos de tiestecillos, que están formados, como reclutas, a derecha e izquierda.

—Yo creía que era usted—dijo Angel.

Y miró a Narcisa, que, con una sonrisa de candoroso orgullo, exclamó:

—No quiera usted arrebatarme glorias que me corresponden... Durante mi ausencia, y en todo el tiempo que permanecí en el colegio, escribí a Eladia dándole instrucciones para el gobierno de esta ínsula, habitada por tribus de rosas, legiones de árboles y escuadrones de magnolias. Eladia fué la regente de estos reinos mientras no viví yo en Villar Don Lucas.

—¡Dispenseme usted que me ría, Narcisa!—manifestó Angel—. No es por burla, es por admiración mi risa. Tiene usted, indudablemente, el genio del mando. Mandar en los hombres no es fácil, pero mandar en flores y por el correo...

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