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los, rubio el uno y moreno el otro, que apenas frisarían en los ocho años. El rubio tenía unos ojos azules muy pálidos y como sin vida, y su cabeza, adornada de bucles de oro, parecía demasiado grande para las proporcioncs menudas de su enteca persona. Su compañero de balcón y al gría era un chiquillo de tostada faz y ojillos pequeños, que con el pelo cortado al rape, con su inquietud y su charla, traía a la memoria la figura, movilidad y picotera condición de la urraca. Vestía el primero un trajecillo negro, con mucho adorno de azabache, y el otro un pequeño redingote verde, de antigua moda y cargado de botones de acero.

—Bernardín—gritó desde dentro del balcón la voz de Narcisa—, entra ahora mismo. Te está dando el sol en la cabeza... Tú no quieres cuidarte, y a los niños malos Dios los castiga.

No hizo maldito el caso Bernardín de tal promesa de la divina cólera con que Narcisa le amenazaba, sino que, formando un puchero lastimoso con la boca, se aferró más y más al balaustre del balcón, dando a entender que sólo la fuerza podría arrancarle de la vista de aquel drama que en la plaza se había trabado. Fué preciso que unos brazos, más robustos que hermosos, asomasen como humana tenaza por entre la fila de espectadores masculinos, y cogiendo el enano cuerpo de Bernardín, le metieran prontamente adentro, mientras él pataleaba furioso.

Anselmillo, su compañero de balcón, no dió muestra de sentimiento y ni se dignó apartar sus ojos