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pero no he podido. Francamente, perder aquello que se tiene en la mano porque a uno le da la gana perderlo, me parece, no sólo horrible, sino tonto además.

—De manera que en este... asunto... porque así debemos llamarle... en este asunto usted no quiere sacrificarse.

—Mire usted, señor Castillo... Yo no sé por qué me inspira usted tanta confianza. Ocho o nueve veces he hablado con usted, y parece que le conozco desde antes de nacer.

—¡Amiguita!—dijo él en broma—. Es que las almas felices y las almas insensibles vienen al mundo del mismo país. Usted y yo, en ese país, hemos vivido juntos.

—No sé si esa fábula es verdad... Lo que sí es verdad es que yo le hablo a usted con franqueza, y que me parece que al decírselo a usted me lo digo a mí misma.

—Gracias.

—No es galantería. Es franqueza, lo repito, franqueza sólo.

—Bueno; pues dígame usted oon esa franqueza que a mí me gusta tanto, si usted se ha propuesto apelar al həroísmo del sacrificio.

—Quiero apelar... pero...

—Pero no quiero. ¡Es verdad? ¡Ah, grandísima egoísta!

—Ese es el calificativo que me corresponde...

Mire usted exclamó Narcisa alzando de improviso la cabeza para mirar al ingeniero, como quien,