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de la indiferencia, y se los echa cuando ninguna pupila humana puede divisar su acción.

—Qué dice usted? No entiendo esas compara ,ciones. Es un lenguaje helado el de usted, que me hace la misma impresión que la vista de la nieve.

—Eladia sabe que usted quiere a su novio.

—¡Lo sabe!—balbucaó Narcisa, a tiempo que su cara se sentía arder con un fuego que coloreó súbito las mejillas.

—¡Lo sabe, pero no lo dice! Acaso no conoce ningún hecho determinado. De fijo que no ha visto una carta como aquella que me puso a mí, a un amigo de ayer, a un hombre para usted indiferente, en posesión del secreto, dando ocasión a que yo, Quijote de la modestia vencida y caballero andante de la debilidad tronchada, hablara con usted de este modo y le autorizase a que, cansada de escucharme tan enojoso sermoneo, me prohiba dirigirle otra reconvención más...

—No haré yo tal... Aun cuando usted me dijese cosas más fuertes... Usted tiene la razón. Además, yo no sé qué influencia ejercen esas palabras sobre mí...

La gente que se hallaba en el balcón lanzó un grito de horror, y mientras las mujeres se retiraban, aproximáronse más a la barandilla los hombres.

—¡Le ha matado!—gritaba uno.

—¡Tres veces le introdujo el asta!

—¡Y en el lugar donde la herida no tiene cura!

Afuera, el vocerío, que por un momento se con-