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virtió, de lejano y sordo rumor, en chilladiza aguda y en gritar desesperado, calmóse luego de repenta, y un solemne y trágico silencio dominó el tumulto. Era que el toro había enganchado por la faja a un mozo, y revolcándole en la tierra, después de darle varias feroces embestidas con la testuz, habíalo levantado con espantable velocidad sobre uno de sus cuernos, haciéndole girar en aquel aparato cruel de muerte. Todos los alientos se hallaban suspendidos. El mismo aire había dejado de moverse, como una respiración enorme que espera el desenlace de algo para exhalar su aliento de nuevo.

Narcisa se quedó silenciosa, pálida y sin acción.

Alargó la cabeza hacia la ventana y dijo:

—¡Alguna horrenda desgracia!

—Sí—le contestó la mujer que había arrancado del balcón a Bernardín, y cuyo nombre era Quiteria. Ese bruto de Poco Pelo, que ha ido a echar una suerte al toro, y, claro está, la borrachera le ha entregado a los cuernos.

—¿Y le ha matado?

—No se sabe; pero abajo dicen que es sólo una herida de poca monta.

—¡Dios mío, qué atrocidad!—exclamó Narcisa sintiendo que corría por su epidermis un calofrío de horror.

—Cuarenta años—añadió Quiteria sentándose con mucho cuidado por no ajar ni descomponer los pomposos pliegues de su falda—, cuarenta años hace que presencio estas corridas. Ni una sola vez ha dejado de haber que sentir. Eso consiste en que