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loroso, que su corazón quedaba hecho trizas después de someterle a aquel machaqueo horrible de sus sentimientos en el duro yunque de la voluntad?

Se hubiese muerto de vergüenza antes que declarar los secretos de su alma delante de un hombre, del hombre que inspiraba aquel hondo y arraigado afecto. Prefirió callar, sacrificando el diezmo del agradecimiento que su cuñado debía pagarle, en aras del pudor.

Don Sandalio dice que Eladia es un ser excepcional, y que desconfía de casarla.

—»Miren ustedes que lo que ahora me ha pasado con ella no tiene nombre. Concertéle la boda con un muchacho buen mozo, listo, de excelente familia, de porvenir. Estaba todo arreglado, la boda se disponía, y de la noche a la mañana me dice mi señora hija que antes que casarse se dejará matar... Tiene esto el más pequeño grado de lógica... de lógica, señores, que es la razón de las cosas, la filosofía de la vida? Yo digo que no, una y cien veces.

Eladia oye estas crueles burlas, y al ver que nadie la comprende, que su heroísmo ha sido simiente echada en la arena improductiva de la ingratitud, una tristísima sonrisa se abre en sus labios como una flor amarilla sobre la fosa sepulcral. Largos ratos permanece quieta, muda, absorta, silenciosa, con las manos cruzadas, la labor de crochet abandonada en el cesto sobre cuyos mimbres la urraca anda picoteando y arrojando de su metálico garguero duros chirridos. Su acti-