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luz cenicienta de una mañana nubosa colábase por las grandes puertas de cristales, sacando líneas de brillo en los dorados de las columnas, jugaba y sonreía en los espejos y producía espléndida claridad en el aparador de licores del mostrador, haciéndose lechosa al meterse en el frasco del anisado, empurpurándose con la proximidad del coñac y colgando jirones de oro en las alas de metal blanco del ángel del mal que coronaba dignamente en una eterna cabriola inverosímil aquel infierno de alcoholes destilados y teñidos... Pero no; no eran sólo alcoholes teñidos por la industria engañosa de algún habilísimo adobador de vidueños los líquidos que llenaban las ampollas de cristal de Bohemia tallado. Dígalo si no aquel viejo que cada mañana entra de siete a siete y media en el café, bajo la sombra protectora y secular de un añosísimo sombrero de castor, de alas inmensas, al cual viejo sirve un mozo, sin que él lo pida, señal de que es conocido en el establecimiento el gusto del parroquiano, una copa de ron legítimo de la Jamaica, que el consumidor saborea con deleite. Aquel día eran las ocho, y Jerónimo Cándido no había aparecido en el mostrador.

—¿Y el amo?—preguntó el viejo de las alas.

—No sabe usted?—respondió con cierto misterio el mozo, metiéndose el paño bajo el brazo y apoyando los dos puños en la mesa—. ¡Si hoy es la boda!

—Quién se casa?

—El señor... Ahora están en la iglesia... En el billar se ha dispuesto el buffet.