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la urbanidad ridícula de aquellas gentes de la clase media, cuyo principal carácter consiste en ser con exceso corteses cuando la cortesía molesta y sobrado libres cuando la cortesía es necesaria. Todos querían dejar salir delante a las señoras.

—¡No consentiré!—decía el novio, ofreciendo el brazo a la señora de Rodado, comerciante en chocolates. Usted primero.

Salió por fin el novio, con su levita de negro paño da Sedán, nueva y bien entallada, sobre cuya solapa, con vivo albor, lucía un cuello planchado a maravilla. El rostro de Jerónimo Cándido Urbide tenía todos los síntomas de que el espíritu del afortunado cafetero se hallaba dominado por la estupefacción de la felicidad. ¡Ya era dueño de Leonarda! ¡De Leonarda, que salía entonces del mismo coche, pálida, elegante, aristocrática, con su vestido de negra seda y su velo de Flandes prendido al cabello con dos agujas de filigrana! Toda la felicidad del mundo hallábase reconcentrada en Leonarda, en sus dos ojos zarcos, en su hermosura esbelta y semialada, en ver y estrechar su talle, en provocar y oír su risa, que tenía notas de agua que corre y de flauta que canta. Cuando el viejo cotorrón don Heriberto dió un solemne apretón de manos a Jerónimo Cándido Urbide, éste se hallaba embobado, traspuesto a la región de la dicha suprema, entontecido. Sentía estremecimientos nerviosos en las manos, y la sangre le caldeaba todo el cuerpo.

Temía moverse demasiado violentamente y romper toda aquella máquina de felicidades que le envolvía.