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llo de Astarot... ¿Quién es capaz de seguir el obscuro camino que una idea lleva a través de las circunvoluciones de un cerebro apenas formado?

Esa niña había cumplido los once años cuando nosotros la conocimos. Era delgada, esbelta y agradable. Carecía de esa corrección de líneas que constituye una belleza acabada; pero estaban en aquella frente plana y espaciosa, en aquellos labios delgados y breves y en aquel corte general de la fisonomía las semillas de la gracia, que con la primavera de la juventud echarían flores y aroma.

En el mundo de la historia, donde se habla de Eva, de Agripina, de Eudoxia, de María Teresa, no se hablará, sin duda, de este ser obscuro, pequeño e insignificante a quien los siglos conocen con el nombre de Leonarda Aldero.

Aquella noche había caído un poco de lluvia, y el sol se había puesto entre brumas sangrientas.

La atmósfera estaba empapada de agua; el piso, húmedo, y cuando la luna salió, después de dibujar en las rotas nubes formas de sudarios rotos, reflejó en la tierra sobre los charcos fulgores de cirios funerales.

—¡Ay, madre, qué triste está el mundo!—exclamó Leonarda, metiéndose dentro del casetón.

Pero este casetón de pino no era ni podía ser un hogar. El hogar exige lumbre, y allí no había lumbre, si no es en un anafe de hojalata, donde hervía la olla que pocos momentos después debían comerse Pablo y Paula, tíos y protectores de la huérfana Leonarda. Porque Leonarda era huérfa-