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na, y vivía poco menos que de la caridad de su tío Pablo, el guardaagujas, y de su tío Ernesto, coeinero de la fonda de los Dos Mundos, una ilustración del arte culinario.

Después de la cena llegó Clotilde, una criatura de diez y ocho años, que era prima de Leonarda, y en el mundo, vendedora de flores. Allí descansaba la florista. Venía de la huerta del Llusio, con su cesto de nardos y rosas, que después debía vender en los teatros. Era la hora de dicha para Leonarda aquella en que Clotilde llegaba cantando sobre un aire de malagueña no sé qué coplas de un color verde subido. Pero Leonarda no entendía el sentido diabólico de la canción. Su conciencia pasaba sobre ascuas sin quemarse.

V

La vendedora de nardos.

Clotilde le contaba toda aquella magia de la vida elegante, y la diabólica florista, con su lenguaje chulesco, que es como una caricatura del castellano, desarrollaba a los ojos de la absorta y curiosísima criatura telas llenas de figuras fantásticas, que se destacaban sobre fondo de oro, como los muñecos de una mampara china. Clotilde sabía de memoria lo que sucedía en el gran mundo, y en sus diez y ocho años, enanos y nerviosos, una erudición del vicio precocísima y ma-