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ligna le anticipaba los frutos de una vejez corrompida. Aquellas cuatro horas pasadas en los teatros, con el canastillo de mimbres recostado en el talle, entre los dandys, repartiendo nardos y camelias, fueron la cátedra de Venus, de donde salió Clotilde sin decoro moral aun antes de haber perdido la pureza física. Ella estaba ducha en mil historias de encantamientos sociales, y sabía la lista de amantes de la duquesa del Castillo, como los muchachos de las Escuelas Pías saben la lista de los reyes godos. Clotilde era un diablillo de los teatros; llevaba billetitos perfumados y rosas de invierno; tercera de muchas infamias conyugalas, ignorante de su misión y de su papel, sin alcanzar, a pesar de su vivísimo ingenio, la trascendencia y gravedad de cada uno de sus pasos por la vida. Sus padres la dejaban hacer. Fué una suerte para ellos que tan diestra y hábil saliese la muchacha, porque había aumentado en un cuádruplo el valor de las flores de la huerta de Llusio, que ellos cultivaban, y que está más allá del cementerio de San Isidro.

VI

Luz, aire, agua... ¡Vida!

Era un día de fiesta en la naturaleza. El sol incendiaba los espacios, y en la cavidad vacía de los cielos palpitaba ciega la estrella, mientras en