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de que tiraba el caballo de vapor, había unido a San Fernando con Madrid.

La expedición se hizo, pues, en un vagón que, al abrir su portezuela, dejó escapar aquel ejército de la alegría y la locura, el cual bien pronto se diseminó bajo las sombras de la arboleda. Imaginaos que esto acontecía en el mes de mayo; recordad que en Madrid no existe la primavera, y pensaréis qué estremecimientos de júbilo correrían por aquellas almas cuando se encontraron ante el espectáculo de la naturaleza lujosa, aunque severamente engalanada. Eran jóvenes de las clases acomodadas, hijos de la fortuna y del capricho, espíritus frívolos y alegres, de esos que pasan la vida en un continuo aburrimiento, ensordecidos por el ruido de las orgías. Gentes de quienes nunca puede decirse que se divierten y gozan, a pesar de que son el entresijo de las bacanales y la espuma de ese hervor de la alegría cortesana.

Hijos de la raza de hombres que produjo a los guardias de Corps, pero que no han heredado de ellos el arte sublime de hacer calaveradas.

¿Cómo se encontraba Leonarda en este sitio y en tal compañía?

No creáis que iba allí como señora, sino a desempeñar humildes menesteres domésticos. Iba como auxiliar de su tío Ernesto, el gran cocinero de la fonda de los Dos Mundos, célebre en los anales del estómago por haber inventado la «Omelette Vienesa».