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VIII

Dios.

El asombro de Leonarda no tuvo límites cuando se encontró sola en medio de una plazuela formada por simétrico corro de olmos. Ella no sabía lo que era la Naturaleza, que ahora se le mostraba agitando los guiñapos multicolores de su traje y las sartas de diamantes de los arroyos. Aquella niña, dentro de cuyo ser comenzaban a despertar los anhelos de la pubertad, tuvo un momento de adivinación misteriosa para penetrar el secreto de aquellos campos cubiertos de verde, de aquellas filas de olmos y almeces rebosantes de savia, de aquella abundancia pletórica de fuentes y arroyos, que llenaban sus pilones y sus cauces y se extravasaban y corrían, inundando los arriates de flores. Hubo un instante en que Leonarda, fascinada, cerró los ojos, cruzó las manos, y elevando su pensamiento en indeterminado vuelo, más allá de las cosas visibles, exclamó:

—¡Esto... es Dios!

IX

Contorno.

Cuando cumplió Leonarda los quince años aún era de bien pequeña estatura, y nada prometía el crecimiento. Profetizábanle un porvenir canijo y