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enfermo. La savia de la vida no podía subir en el árbol de su organismo y extenderse por todas partes, llenando de color y aroma las hojas brillantes de la juventud. Pero de improviso, entre el primer mes del año décimoquinto y el primero del décimosexto, estalló la ola de la pubertad, la salud se desbordó en la huérfana como un toironte de luz y armonías y creció hasta pasar su cabeza de la línea ideal con que la escultura griega daba vida a sus creaciones. El desgarbo con que antes una infancia pertinaz descomponía la idea de la gracia en el conjunto personal de Leonarda se sometió a la proporción que emanaba de las diversas partes, sabiamente combinadas. El cuello, siempre delgado, columpió graciosamente una cabeza pequeña y carnosa, en cuya frente las líneas doradas de las cejas dulcificaban el resplandor negro de las pupilas, espejos ustorios del amoi. Su naiz era algo gruesa y ligeramente curva, con dos alillas movibles y rosáceas, que eran el primer punto del rostro donde el pudor hacía acudir la sangre cuando el corazón, en violenta p.esión, la repartía por el cuerpo. La oreja, cartilaginosa y breve, de forma ovoidea, con su lóbulo agudo de que pendía un zarcillo de cobre, era tan linda, que podía decirse que el amor no encontró jamás poterna tan bella para introducirse con la conversación, su Celestina. El cutis no era completamente fino, ni la musa clásica podría compararle con raso, mármol, nácar o algún otro de sus materiales poéticos preferidos. Cierta pastosidad