por sus fieles, que cuando creen por fin haber logra-
do levantar una punta del velo, notan sólo que han
tocado únicamente la sombra del mismo!
Pues bien, el autor de Apariencias plantea el problema sin ambajes, y se muestra resuelto á arrin- conarle sin piedad, hasta en su más recóndito refu-. gio, para que se rinda al fin. Es como un médico que extiende sobre la mesa de anfitcatro el cuerpo de una mujer otrora perseguida, y, escalpelo en mano, pro- cede á una autopsia implacable, sin perdonar nada, sin descuidar detalle alguno—quiere encontrar la razón de ser del encanto que poseía aquella mujer; y, rabioso, perseverante, corta y recorta, despedaza, seguro de llegar por fin al descubrimiento anhelado. Vano intento! Hay cosas evidentemente rebeldes al análisis. El encanto que produce una mujer no puede descubrirse en la autopsia de su cuerpo, como la pasión que provoca se escapa de las mallas más finas del silogismo analítico. Ambas cosas son como esas mariposas de colores deslumbradores: por Dios, no intentemos palpar de cerca color por color! Sólo polvo informe quedará en nuestros dedos; y el encanto, desvanecido por siempre.
Algo análogo pasa con el amor, rebelde por su esencia misma al análisis frío y meticuloso. Porque,
digámoslo de una vez, ¿es concebible acaso en un