de los ojos; aquéllas, el placer del corazón; los últimos, el placer de la imaginación. De aquí, tres especies de obras bien distintas en nuestra escena; la una vulgar é inferior; las otras dos, ilustres y superiores; pero todas las cuales satisfacen igualmente una necesidad: el melodrama para la multitud; para las mujeres la tragedia que analiza la pasión; para los pensadores la comedia que pinta á la humanidad.
Diremos de paso, que no pretendemos establecer nada rigorosamente, y rogamos al lector que ponga en nuestra mente las restricciones que la materia pueda contener. Las generalidades admiten siempre excepciones. Bien sabemos que la multitud es una gran cosa, en la cual se encuentra todo: así el instinto de lo bello como el gusto de lo mediocre; así el amor del ideal como el apetito del vulgo; y que todo pensador completo, debe ser una mujer en cuanto á los sentimientos delicados del corazón, sin ignorar que, gracias á esa ley que liga un sexo al otro, ya por el espíritu, ya por el cuerpo, con frecuencia en una mujer existe un pensador. Esto sentado, y después de suplicar al lector que no dé un sentido absoluto á las palabras que nos restan por decir, continuaremos.
Para todo hombre que fije una mirada atenta sobre las tres especies de espectadores de que acabamos de hablar, es evidente, que las tres tienen su razón de ser. Las mujeres tienen razón en querer ser conmovidas; los pensadores tienen razón en querer ser enseñados; no le falta á la multitud cuando