Una de las preocupaciones que más le angustiaban era: ¿cómo tratar a su madre los últimos días antes de la partida? Quizá lo mejor fuera estar en casa lo menos posible, para acostumbrarla poco a poco a su ausencia; pero no, ¡eso no serviría de nada! Mostrarse frío, seco, a fin de que sintiera menos el dolor de la separación próxima? Pero esta frialdad no produciría en ella ningún efecto, porque no la tomaría en serio. Por otra parte, aunque la maniobra diera resultado, ¿a qué hacerle daño?
¿A qué insultarla con la desconfianza y la doblez?
Pero Sacha no podía ser con su madre afectuoso, tierno, desbordante de amor, como hubiera querido, porque entonces la pobre sentiría aún más dolorosamente el perderlo para siempre.
Sacha se consumía en estas cavilaciones y exclamaba mentalmente, dirigiéndose a ella:
127 ¡Mamá! ¡Tú sola podrías decirme cómo debo obrar en este momento trágico en que la vida y la muerte disputan sobre nuestras cabezas! Pero no has de detenerme. Sobre la sangre de tu hijo se construye el templo del porvenir. ¡Abreme tu corazón, y, antes de que me trague la muerte, dame tu bendición maternal!...» Y le parecía que la madre contestaba:
- Hasta el presente sólo me has dado alegrías.
No me las niegues ahora. Cuando vayas a sacrificarte yo iré contigo. No tienes derecho a privarme de la parte que me corresponde en tus sufrimientos y tus dolores, porque en esos sufrimientos y en esos dolores que contigo comparta está toda mi