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Podrá parecer extraño; pero aquel gabán demasiado largo, relleno de algodón y tan tieso que parecía almidonado, ejercía sobre la señora Pogodin una influencia tranquilizadora; cuando veía a su Sacha por la calle, con su largo gabán y sus chanclos, se decía sonriendo:

¡Y pensar que he tenido miedo! No, nada hay que temer. ¡Qué pena que no pueda verle el general!» Ahora le parecía que el general—llamaba así a su marido, aun después de muerto—participaba también de sus temores.

11 Y, sin embargo, había sido costumbre del difunto no dejarle nunca a ella terminar las frases que empezaban con las palabras: Tengo miedo, general...

—¡Pues bien: lo mejor es no tener miedo a nada!

—interrumpía, cortando esas lamentaciones que tanto gustan a las madres, precisamente por las inquietudes que contienen.

Otras veces sentía una serenidad gozosa, una dulce esperanza de que todo iría bien, de que nada tenía que temer. Esto sucedía cuando Sacha y su hermanita Lina disputaban por nonadas, o sobre si la lluvia que había caído era grande o pequeña.

Escuchando sus voces agitadas la madre sonreía feliz y rogaba a Dios que aquella dicha familiar durara toda la vida.

Los niños reñían muy raras veces. Amábanse con ternura y pasaban juntos días enteros en una intimidad cordial. El amor tan profundo que unió a sus padres en otro tiempo se reproducía en ellos; pero despojado del carácter sensual, convertido en