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palabra. Y dirigiéndose a Soloviev, le preguntó, tuteándole: Dices que el gendarme está aquí?

—Sí; el gendarme y dos policías. Y allí está la oficina del telégrafo...

A la débil y temblorosa luz de un cabo de vela era difícil encontrar en el plano los lugares que Soloviev indicaba con su dedo de negra uña.

Pogodin tomó la decisión de no decir nada a los demás, ni aun por la mañana siguiente, cuando los condujera al asalto. Lo diría todo antes de llegar a la estación de Raskosnaya, en un sitio designado de antemano. Allí indicaría a cada uno su misión y su puesto. Iván y Eremey esperarían con los coches detrás de la estación. En cuanto a Fedot, Pogodin decidió no llevarle.

—Pero ¿por qué?—preguntó respetuosamente Soloviev—. Un hombre más no nos estorbaría.

—Está demasiado débil y no sabe tirar—dijo Kolesnikov.

—Pero, en cambio, es muy iracundo—insistió Soloviev. Se le puede colocar a la salida de la estación para gritar: «¡Aquí están los nuestros, ya se acercan! Esto producirá su efecto: se creerá que somos lo menos treinta, y hasta los más valientes escaparán a todo correr. De este modo, Andron, a quien ya conoce usted, puso presa la población entera de una aldea y medio mató a palos al alcalde.

Kolesnikov le miró con desconfianza.

—Me parece que sabes demasiadas cosas. Dime la verdad: es la primera vez que te ocupas en estos asuntos?