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En la sala de espera de tercera clase, en los andenes, cundía el pánico.

En aquella estación se cruzaban dos líneas, y hab'a siempre, hasta por la noche, gentes que esperaban la llegada de algún tren. Ahora, aquella gente, horrorizada, corría en todas direcciones, asaltando las puertas y buscando refugio. Oíanse disparos en la sala de primera clase y en la oficina de los gendarmes.

Sacha, que había corrido algunos metros al lado de un campesino desconocido, se detuvo un instante y gritó a Kolesnikov:

—¡A las vías!

Ambos saltaron a las vías. Los raíles, negros, se deslizaban bajo sus pies. Aquí y allá se veía gente, presa de pánico, cruzando las vías. Dos de los que huían cayeron, se levantaron en el mismo instante y siguieron corriendo.

Una locomotora lanzando silbidos de alarma se alejaba a toda velocidad; parecía extraño que una máquina pudiera espantarse, gritar, pedir socorro como un hombre. Escupiendo fuego y humo desapareció en seguida, dando gritos lastimeros, entre las linternas y los semáforos.

—¡Alto!—dijo Sacha deteniéndose. ¿Y el dinero?

—Aquí está. Se me acaban las fuerzas...

Seguían oyéndose disparos de fusil.

—Es la policía la que tira... Descansa un poquito.

Sacha alzó su tercerola e hizo tres disparos al aire.