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charle con atención y a atribuir una importancia particular a cada una de sus palabras. Pero Sacha escondía celosamente su mirada profunda, como si presintiera toda la trascendencia y gravedad del misterio que se ocultaba detrás de aquella mirada; fijaba siempre la vista sobre la silla en que estaba sentado o sobre sus manos. Helena Petrovna conocía bien este modo de ser de su hijo, y, en su orgullo maternal, trataba de hacerle levantar los ojos para que la gente pudiera verlos.

—Te duele la cabeza?—le preguntaba de pronto.

Sabía que esta pregunta inesperada e inútil haría a su hijo abrir ampliamente los ojos, y que luego, pasados algunos segundos, preguntaría a su vez con extrañeza y sonriendo:

—¿Por qué? No; me encuentro bien.

La madre sabía asimismo que los que vieran los ojos y la sonrisa de su hijo pensarían: «Pues es muy interesante este muchachos. Luego, dejando a la encantadora Lina, tratarían de provocarle a una conversación íntima, y, no consiguiéndolo, quedarían aún más encantados de Sacha. Ya despidiéndose, en el vestíbulo, dirían a Helena Petrovna:

—¡Qué lindos niños tiene usted!

—Sí, estoy contenta de ellos—respondería ella tranquilamente, acariciando los cabellos de Lina y apretando su mano contra la mejilla cálida y roja de la niña.

Lina estaba también orgullosa de su hermano, y al separarse de él por la noche le decía con un murmullo que se oía en toda la casa: