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lanzaban por todas partes donde se declaraba un incendio, creyendo tener ya cogido a Yegulev; pero éste se eclipsaba, y su huella se perdía como por encanto. Cuando oían decir que Yegulev estaba en un sitio, buscábanle con ahinco, recorrían los campos y los bosques; pero todo era en vano. Yegulev desaparecía como el agua en la tierra seca.

Si un amigo buscaba a Yegulev, todas eran facilidades para encontrarle; decíase que solía habitar en los mejores hoteles de las ciudades, y que paseaba por las calles principales, y hasta añadía la leyenda que hacía publicar en los periódicos locales su nombre y su dirección. Sus enemigos se hallaban con frecuencia a su lado, pasaban a veces la noche bajo el mismo techo, sin sospechar nada.

Una vez, en la aldea Kamenka, un oficial de Policía, enviado en persecución de Yegulev, durmió en la misma casa que el célebre bandido, pero en otra habitación: Yegulev, riendo, veía al oficial tomando el te en su cuarto; éste vió también a Yegulev por la ventana iluminada, pero no le conoció... Y fué una suerte para el oficial, porque si Yegulev hubiera notado la menor cosa, la muerte del oficial era segura.

Pronto el nombre terrible de Sachka Yegulev traspasó los límites de la provincia y se extendió por los distritos limítrofes. Se diría que aquel nombre contenía fuego en sus siete letras; por todas partes donde se pronunciaba, ardían los cortijos y corría la sangre. Parecía que la misma atmósfera, imbuída del humo de los incendios, sembraba por