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Eremey salió al patio, encogiéndose de hombros despectivamente.

—¡Otra copita de coñac!—ofreció Kolesnikov al marinero. Y tú, Petruscha, ¿por qué no bebes?

—No quiero, Basilio Vasilievich. Siento alguna inquietud; pueden atacarnos aquí...

—¡No; están demasiado lejos! Siempre tenemos tiempo de escapar. ¡Bebe un poco!

Sacha, sin dejar su tercerola, se puso a examinar las habitaciones; le interesaban tanto más, cuanto que sus dueños acababan de abandonarlas.

Se veía que eran personas ricas, de alta cultura, que gustaban de la limpieza y el orden. En la disposición de los muebles y entre otros detalles había algo que evocaba el recuerdo de Helena Petrovna.

En el último piso había una pequeña habitación a cuya vista se conmovió Sacha; se parecía a su cuarto, a aquel cuarto en que había pasado los años de su infancia y de su mocedad. Casi la misma extensión, las mismas paredes blancas, la misma disposición del lecho, con una colcha blanca levantada por un extremo. No faltaba mas que el icono en los hierros de la cama.

Por algunos instantes Sacha dejó de ser de piedra y hasta se olvidó de la realidad. Cerró tras sí la puerta del cuartito y se detuvo en el umbral, no queriendo penetrar más adentro. Sentía el olor de la ropa limpia, que conocía tan bien, y de los perfumes. Apagó la bujía, y en la obscuridad se llenó de tanto gozo, afecto y tierna melancolía, como si viniera a una cita con su amada. No pensaba