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en el pasado, con todo lo que había abandonado en él. Su alma quedó transida en un suave ensueño; estaba allí en una cita con la mujer a quien amaba tiernamente, y le decía las palabras más dulces de que dispone el lenguaje humano; le abría su corazón grande y ardiente, lleno de amor y de ternura, suave como las primeras noches de estío cuando se abren los jazmines.

Se había olvidado tan por completo de todo, que se acercó a la ventana, y de un puñetazo la abrió de par en par. El jardín estaba envuelto en tinieblas; a la izquierda, por encima de la tapia, se veía una débil luz y se oía, como un zumbido de abejas, el ruido ahogado de los pasos, las voces y el rodar de los carruajes. No prestó atención a ello.

Se recostó sobre la ventana abierta, se tapó los ojos con la mano y se puso a beber, gota a gota, la frescura embriagadora de la noche.

A los pocos momentos despertóle la voz de Kolesnikov, que llegaba del corredor:

—Di, buen hombre, ¡no has visto a Alejandro Ivanovich?

—Ha pasado por aquí—respondió una voz.

Se hizo el silencio, y Sacha se entregó de nuevo a su ensueño. Algo que parecía un milagro se verificaba en su alma; un milagro que a veces conocen hasta los más desgraciados: un olvido completo de la realidad, de cuanto sucedía a su alrededor; todo él sumido en el pasado, sus pensamientos eran alegres, felices.

Desgraciadamente, esta beatitud duró cortos ins-