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tantes. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Esto le volvió a la realidad. Se disipó el ensueño. Hizo vanos esfuerzos por evocarle de nuevo.

Salió, cruzó el pasillo y volvió al comedor. Kolesnikov estaba allí.

—¡Al fin!—exclamó manifestando su alegría.

¿Dónde estabas? Anduve buscándote por todas partes. ¿Estabas en el patio?

—Sí. Haz el favor de darme un vaso de te—dijo Yegulev sentándose a la mesa ¡Cuánta claridad hay aquí!

—Hay muchos borrachos?

—No los he visto.

. —Mejor. ¿Quieres te del fuerte?

Kolesnikov miró con asombro a Sacha.

—Pero, vamos, Sacha... ¡Qué cara de satisfacción tienes! ¿Qué es lo que has hecho?...

Ambos se miraron con una sonrisa. Apareció con su delantal blanco la criada Glascha, y se puso a servir a sus nuevos amos.

—Si no está bastante fuerte el te, le traeré a usted otro. Tenemos bastante te.

El piano estaba abierto y sobre el pupitre los cuadernos de música. Petruscha, conmovido, con la boca abierta, pasó los dedos por el teclado, oprimiendo con fuerza las teclas una por una y escondiendo los dedos; su rostro adquiría una expresión alegre cada vez que sacaba algún acorde del piano, y se contraía en una mueca de enfado cuando no lo conseguía. A su lado estaba el marinero Andrés Ivanich, que le aconsejaba de vez en cuando: