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¡Qué ansiosa es la gente! ¡Como fieras desencadenadas!... Ya no queda mas que prender fuego, sencillamente, y marcharse.

Luego, con una sonrisa que transfiguró súbitamente su ancho rostro, enseñó a Kolesnikov el puño cerrado:

—Mira, Basilio, ¿qué es lo que hay aquí?

—Enséñalo.

Era un sello de plata del señor Uvarov, el propietario.

1 —Pero eso no sirve para nada—dijo riendo Kolesnikov—, tíralo; te puede comprometer si te prenden. Sería una prueba contra ti.

Pero a Eremey le gustaba aquella bagatela y se la guardó en el bolsillo.

El ruido del patio aumentaba y se hacía más inquietanta. Sentíase algo hostil en el ambiente. Los que se encontraban en la casa comenzaron a an—gustiarse. Glascha, asustada, desapareció. Iván Gnedij estaba ocupado con un gramófono.

—¡Es ella, la reconozco, aquella dichosa máquina!—decía conmovido. La vi en la escuela el año pasado. La maestra daba vueltas a la manivela, y esta dichosa máquina se puso a cantar como nuestro chantre... ¡Parecía un hombre!... De pronto llegan el alcalde y un policía... Estaban furiosos no sé por qué y arrestaron la máquina... Después oí decir que cantaba algo prohibido...

Se sentía el olor del alcohol; muchos «Hermanos del bosque habían bebido. Gritaban, juraban, escupían en el suelo, volcaban los jarrones y las es-