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tatuas, que se rompían en pequeños trozos. Andrés Ivanich, el marinero, experimentaba una inquietud cada vez mayor y consultaba a cada momento su reloj de plata, que había recibido como recompensa de sus servicios en la armada. Kolesnikov estaba también inquieto y miraba irritado lo que ocurría a su alrededor; su buen humor se había disipado y sentía un disgusto que pesaba abrumador sobre su alma, aumentando la tristeza que le había invadido en aquellos días últimos.

Yegulev, de pie junto al armario lleno de libros, con su tercerola en una mano, hojeaba un volumen de Byron. Habiendo encontrado la página que buscaba, se puso a leer mentalmente:

Mi alma está sombría, Pronto, a cantar!

Aquí está mi arpa de oro.

Que tus dedos evoquen sones de paraíso cuando toques con ellos sus cuerdas sonoras.

Si no mató el Destino todas mis esperanzas, florecerán de nuevo sobre mi corazón.

Correrán abundantes y cálidas mis lágrimas, si al fin no se han secado.

Kolesnikov miró por encima del hombro de Sacha, y sonrió con ironía:

—¡Byron!... ¡Aquí también leían a Byron!...

Yegulev le miró fríamente, cerró sin apresurarse el libro y lo tiró en un rincón.

Al mismo tiempo que el ruido del libro al caer, se oyó un grito de mujer a lo lejos. Prestaron atención; el grito se repitió más estridente y doloroso, calando los oídos. Luego, un breve silencio; parecía