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Glascha, que había permanecido callada, aterrada, mientras Sacha disparaba, saltó de la cama, tapándose con las manos el pecho desnudo, y se lanzó al corredor. Allí comenzó a llorar y a gritar, ya más tranquila, ein miedo:

—¡Bandidos! ¡Marranos!... ¡No sabéis mas que violar mujeres!... ¡Cobardes! ¡Sois todos unos Sachka Yegulev!...

Hirviendo en su pecho la cólera, y con los ojos brillantes de odio, Sacha se volvió con la tercerola en alto hacia Glascha y gritó con una voz salvaje:

—Cállate, canalla, o te mato!

Alguien asestó un puñetazo a Glascha, que cayó al suelo, y esta vez, no atreviéndose a gritar, se arrastró a cuatro pies hacia la salida.

Sacha, lanzando relámpagos por los ojos, examinó con una mirada dura y severa a todos los presentes, y gritó en tono amenazador:

—¿Qué hay?

Todos callaron sin atreverse a mirarle. Pero de pronto, Vaska Soloviev, el amigo de Policarpo, dijo, con voz tímida y con la cabeza baja:

—Me parece a mí, Alejandro Ivanovich... Si usted me permite una objeción... que el castigo ha sido un poco duro...

—¿Cómo?

—Ha sido un poco duro... por una cochina mujer.

Felizmente para él, Soloviev levantó en aquel momento los ojos, y sintió un terror indecible: clavábanse en él las furiosas miradas de los «Hermanos del bosque », que esperaban sólo un signo de