era lo que provocaba en él la curiosidad. Es muy probable que esta curiosidad se explicase por el romanticismo habitual en los niños que han leído muchos libros de viajes; pero quizá hubiera en el fondo otra cosa; aquel viejo cansado que en otro tiempo se había dormido para despertar después en el niño Sacha, reconocía en estos mujiks enigmáticos a los suyos y alzaba su voz sorda e imperiosa.
Esta voz era la que Sacha oía.
Todos los domingos Helena Petrovna llevaba a sus hijos a la iglesia del cementerio. Lina estaba muy bella con su vestido blanco. Sacha, en su traje de colegial, menudito, bien educado, tenía también un aire muy distinguido. La madre iba por entre la gente orgullosa de tener tales hijos.
Las viejas mendigas que se estacionaban a la entrada del cementerio no querían a Helena Petrovna y la llamaban, con malignidad, la «generala».
Pero al verla con sus hijos se apresuraban a ir a su encuentro y con sus voces aduladoras gritaban en coro:
—¡Qué niños tan hermosos! ¡Debe usted dar gracias a Dios por haberle dado esos hijos!
Helena Petrovna evitaba contraer amistades.
Alejada de propósito de su medio, se apartaba igualmente de los demás habitantes de la ciudad por temor a las charlas y a las murmuraciones. Por otra parte era muy altiva. Pero los que visitaban su casa que no eran muy numerosos—admiraban la obstinación con que construía para sus hijos una existencia bella y pura; la voluntad de hierro y la