tos con el himno ruso por los franceses, testigos de su abnegación. Eran los héroes rusos.
—Voy a leerle esto a Sacha se dijo Helena Petrovna. Es preciso que él también lo sepa.
Pero Sacha lo había leído ya.
—¿Cómo estás tan pálido?—preguntó la madre. Has trabajado mucho en la escuela?
—Sí, estoy un poco cansado.
—¡Qué contrariedad! Quería precisamente haberte leído la pérdida del «Variag».
—La hemos leído ya.
Helena no prestó atención a aquellas palabras:
la hemos»; sólo vió su palidez y que sus ojos eran más hondos y más negros. De pronto, Sacha alzó esos ojos. hondos y negros y dijo severamente:
—¿Por qué me sacaste de la Escuela Militar?
Si el padre viviera no lo habría permitido.
Le costó trabajo a Helena contener un grito de cólera. Con voz seca, evitando mirar a Sacha, dijo:
—No tienes más que catorce años. Eres todavía demasiado pequeño para juzgar a tu madre. Además, la carrera militar no te gustó nunca.
—Y sin embargo, no tenías derecho. Allá se mueren y tú me guardas aquí. No tienes derecho a eso.
—¡Sacha!
Este no dijo nada más y se fué al jardín, al pequeño sendero donde la víspera había estado barriendo la nieve. Estuvo paseándose hasta que las tinieblas descendieron sobre el jardín.
Helena Petrovna se sintió muy desgraciada. Si