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Kolesnikov recobrase el sentido, y lanzando gemidos dolorosos balbució unas palabras:

—¿Qué dices, Vasia?—preguntó Sacha.

—Sa... Sa... Yo mismo...

A duras penas lograron entender que quería andar por sí mismo. El marinero, confiado en que la obscuridad lo hacía invisible, empezó a llorar calladamente. Kolesnikov, que iba recobrando el sentido, hacía movimientos que estorbaban la marcha y duplicaban su peso.

—Vasia, querido, no te muevas le dijo Sacha—.

Cuando te mueves es muy difícil llevarte.

Kolesnikov no se movió, y dijo con voz sorda:

—Dejadme aquí!

—Eso no; ya sabes tú que no lo haremos. Pronto llegaremos a casa.

—Y mi gorra?

Si no hubieran tenido tantas ganas de llorar, hubiesen prorrumpido en una carcajada. Kolesnikov, en aquel momento trágico, estaba preocupado por su gorra de ciclista, perdida en cualquier parte. Pareció comprender él mismo lo ridículo de aquella preocupación y balbució algo que no entendieron los dos amigos.

Hacía ya mucho rato que el marinero había empezado a sentir dolores en la pierna herida. Esos dolores se hicieron casi insoportables y aumentaron su desesperación. ¡Esto no acabará nunca!», se decía.

Pero de pronto, en el momento en que menos lo esperaban, tropezaron contra una pared. Era la cabaña del guardabosque.