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monótono; parecía que susurraba, conspiraba, llamaba a la ventana y al tejado. Sacha representábase las ramas de los árboles mojadas por la lluvia como el cadáver de un ahogado por cuyos largos cabellos se deslizase el agua. Luego recordó los árboles seculares de su jardín, que también hacían ruido; pero era aquél un ruido completamente distinto. Después rememoró la leyenda bíblica que había leído en su infancia: «Abrahán saludando al Señor bajo una encina; el Sol brillaba alegre, y Dios, envuelto en sus vestiduras inmaculadas, iluminaba con su sonrisa divina la tierra entera, satisfecho de ver la espesa bóveda de la encina y el agua pura del arroyo. Sí; entonces todo era muy distinto; ahora...

—¡Agua!—balbució Kolesnikov.

Sacha le dió de beber. Las gotas de agua mojaron los labios del herido, que se habían puesto negros. Kolesnikov comenzó a murmurar algo; pero Sacha se esforzaba en vano por comprenderle.

Y allí estaban los dos, solos, en aquella habitación obscura. Eran los mismos que durante la primavera pasada, en la ciudad, se ejercitaban en el tiro de revólver y luego charlaban tranquilamente, tomando el te que les servía la madre. ¿Qué había sido de aquel hombre llamado Kolesnikov, Basilio Vasilievich, Vasia? ¿Había en el mundo quien se interesara por él? ¿A quién anunciar su muerte?

Era imposible que aquella vida acabase en una nada absoluta; era imposible enterrar a Kolesnikov allí, en el bosque, sin que nadie cuidase jamás aquella