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tumba perdida. ¿Se acabó todo? ¿No habría ya en el mundo ningún Kolesnikov, con su voz, sus pensamientos, sus afectos y sus cóleras?

Sacha estaba acostumbrado a la obscuridad; pero aquella negrura pesaba demasiado sobre su alma.

Era sólida, impenetrable, densa como la muerte misma. Y se sentía impotente ante los misterios de la vida y de la muerte, de que aquella obscuridad parecía impregnada. ¿Qué hacía él allí, en aquella cabaña aislada, cerca de un moribundo, esperando a que gentes armadas vinieran a matarle?

¿Por qué no estaba en su casa, en su habitación tan limpia, en su lecho tan blando?

Se sentó, y, presa de súbito terror, empezó a encender fósforos para ahuyentar las tinieblas y las visiones en ellas ocultas.

La puerta se abrió, y Sacha oyó la voz del marinero que susurraba:

—¡Venga un instante, Alejandro Ivanovich!

Sacha salió apresuradamente.

La lluvia caía con más fuerza. Los árboles, mojados hasta la última hoja, movían dolorosamente sus copas y se hablaban al oído. No se veía a dos pasos; pero, a veces de repente, allá en las profundidades del bosque, algo parecía iluminarse. ¿Sería, quizá, una visión engañosa?...

—¡Escuche usted bien!—susurró el marinero.

Sacha escuchó. Se diría que alguien avanzaba cautelosamente, deteniéndose a cada paso y escondiéndose. Pero no; no era nada; era el ruido del bosque.

—¡No es nada!—dijo Sacha con voz firme.

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