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estúpidos le hacían reír. Ahora estaba de pie, cerca de la chimenea, y hablaba con voz persuasiva y dulce, haciendo gestos elegantes.

—¡El que yo esté muerto no es una prueba!dijo.

Todo el mundo se rió y él rió más que todos.

Sacha se acercó a él, y dijo:

—¡Cállate! ¡Estamos perseguidos! ¡Salvémonos!

Y aquello fué una desbandada general: todos corrían hasta perder el aliento, por las habitaciones, bajando las escaleras, trepando al tejado, saltando por las ventanas. Se veía fuego en el tejado; pero, abajo, todo estaba obscuro y lleno de agua:

las piedras, las paredes, las puertas. El agua lo inundaba todo, ganaba terreno por momentos. No había modo de avanzar; era preciso retroceder. A la orilla del río había un bote blanco. En la otra orilla, más alta, se encontraba una aldea. Era el día de Pascua, y en la iglesia blanca de la aldea volteaban numerosas campanas llenando la atmósfera de sonidos alegres. El agua está tranquila y no corre. El Sol inunda todo el valle con su luz deslumbradora. Sacha se inclinó sobre la corriente, y, riendo, bebió agua pura, sacándola con la mano.

—¡Es Rusia!—decía.

Helena Petrovna, joven y bella, una Helena Petrovna que no se parecía en nada a la que él conoció, acariciaba los cabellos de Sacha, y decía:

—¡Qué tonto es mi niño: bebe sangre y dice que eso es Rusia!