De repente, todo se inundó de sangre, se llenó de humo, se estremeció de horror. Había que beber para no morir; pero era imposible beber, porque el agua no era agua, era sangre; en los cubos, en el vaso, en la boca, sangre. Aquella sangre olía como 'el vino. Sacha, inclinándose, gritó:
—¡Has de beber!
Y bebió, volviendo la cabeza; Sacha le echaba sangre en la boca, a la fuerza.
—¡Bebe, Vasia!
Luego, todo quedó en silencio. Se acercó a la chimenea y dijo tranquilamente, dulcemente, haciendo gestos elegantes:
—¡No me ha comprendido usted, Helena Petrovna! Si le doy mis botas a Andrés Ivanovich es para que camine; yo, me muero. Yo no he tenido nunca nada, Helena Petrovna; toda mi alma, todo mi amor, toda mi ternura...
A estas palabras los dos comenzaron a llorar suave y gozosamente. Helena Petrovna dijo:
—Permítame que le bese en la frente, como la otra vez.
—Se lo ruego a usted. Me hará usted dichoso.
Le dió un beso, y sus labios eran tiernos, juveniles, bellos. Sintió un poco de vergüenza; pero no había razón ninguna para avergonzarse, porque era su prometida; pronto se celebrarían las bodas. Ella llevaba un traje blanco de novia adornado de flores.
—¡Vamos!—dijo él, presa de una repentina inquietud. No nos retrasemos.