las victorias. Con una ligereza inconsciente la pequeña ciudad recobró su calma habitual y su dulce quietud. Los niños de la ciudad se tranquilizaron también, y aunque continuaban jugando a los soldados, gustaban más de figurarse japoneses que rusos. Las personas mayores estaban igualmente fascinadas por los japoneses y hablaban con elogio de su desprecio a la muerte y hasta de su pequeña estatura.
Una noche de los primeros días de marzo comenzó a rugir un huracán muy violento. El jardín, aún desprovisto de hojas, lanzaba gemidos dolorosos. Parecía que se levantaba en el aire con todos sus árboles y volaba a una velocidad vertiginosa por encima de la tierra, haciendo un gran ruido de alas y lanzando hondos suspiros de su pecho desnudo.
Helena Petrovna estaba haciendo una visita. La pequeña Lina se ocupaba en dibujar, cuando Sacha entró sin hacer ruido, en la habitación de su hermana. Se sentó cerca de la mesa, en la sombra de la pantalla verde. Aquella misma sombra cubría también el rostro de Lina, haciéndole aún más fino y más aéreo. Sus deditos cortos, lo único iluminado y vivo, manejaban activos el lápiz y la goma. Habituada a las visitas de su hermano, ni siquiera miró a Sacha. Un minuto después le dijo, sin levantar los ojos del dibujo:
—¡Ahora hay lobos en el bosque!
—No puedo leer—dijo Sacha—. Aquí en tu cuarto hace más calor. Pero en el mío la nieve cae de lleno sobre las ventanas.