—Pues no tienes mas que quedarte aquí.
Callaron. Sacha escuchaba y oía el rumor poderoso del jardín que volaba sobre la tierra. Le parecía extraño que en medio de aquel estrépito se percibiese el ruido del lápiz sobre el papel.
—¡Lina!
—¿Qué?
—Te gusta llamarme grieguecillo. Te ruego que no me lo llames más: no quiero parecerme a un griego.
—Pero, vamos a ver, mi querido Sacha...
Frotó fuertemente el papel con la goma.
—Pero ¿por qué, mi querido Sacha? Hay griegos y griegos. No todos son como los que vienen aquí a vender mercería: Acuérdate, por ejemplo, de Milcíades. Yo misma quisiera parecerme a él.
—Pues yo no quiero. Quiero parecerme a un ruso.
27 —Como quieras.
Callaron de nuevo. Luego dijo Sacha:
—Byron era un gran poeta; murió luchando por la libertad de los griegos.
—Ya lo sé—respondió Lina—, aunque era la primera vez que oía decir que Byron se había sacrificado por la causa de la libertad. No me molestes, Sacha, o voy a hacer alguna pifia.
—Ella parece una griega.
—¡Mamá?
La cuestión era nueva e interesante. Lina dejó el lápiz. Ambos se miraron con las cejas fruncidas, tratando de recordar lo que hubieran visto de grie-