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El fuego prendió al fin. Se oyó el crujir de las espigas secas. Todo el mundo calló, retrocediendo.

Y de pronto, en medio de aquel silencio, unos extraños sollozos llegaron a los oídos de Sacha y le hicieron abrir los ojos. Eremey, sentado ante el enorme montón incandescente, miraba la masa incendiada y lloraba, repitiendo sin cesar las mismas palabras:

—¡Nuestro padrecito el trigo! ¡Nuestro padrecito el trigo!

Todos inclinaron la cabeza bajo el peso abrumador de los pensamientos dolorosos o acaso para no turbar a Eremey en su llanto. Las espigas de trigo parecían alambres de fuego; el oro del trigo se transformó en cenizas.

Eremey, balanceado con movimientos monótonos todo su cuerpo, sollozaba, repitiendo:

—¡Nuestro padrecito el trigo! ¡Nuestro padrecito el trigo!

Sacha lanzó un suspiro de consuelo. Se acercó a Eremey, le tocó tiernamente en la mano y, como si hablara a su madre, le dijo:

—Querido Eremey... No llores...

Eremey volvió la cabeza hacia él y, como si no hubiera oído aquellas palabras afectuosas, gruñó con una sonrisa irónica y maligna:

—¡Ahora te la das de bueno, barin? ¿Has robado bastante dinero, bandido? ¿Estás harto ya de asesinar y de matar inocentes, canalla?

Así despertó Sacha de su estado de somnolencia a la triste realidad.

Aquella noche, en la barraca helada, acostado