go en su vida. Eran pocas cosas: no habían visto más que la estatua de Minerva, de mentón rígido y labios gruesos.
—No, ella no parece griega—declaró Lina.
Sacha sonrió en la sombra verde.
—Pues yo sé a quién se parece. ¿Quieres que te lo diga? A una buena mujer que vende arenques en el mercado... Una que está siempre envuelta en un chal...
—¡Qué tontería! ¡Vaya una comparación!...
Mamá es tan... tan...
Lina buscaba la palabra.
—... tan aristócrata!
—No; te aseguro que se parece de una manera extraordinaria a aquella mujer. Sobre todo cuando no vende nada y se queda inmóvil, cruzados los brazos, mirando con sus ojos enormemente grandes...
—Espera, quiero recordar...
Lina cerró casi los ojos. Su boca estaba entreabierta. De pronto susurró con una voz trágica, casi ahogada:
—¡Sacha, ya di con ello!
Y, muy abiertos los ojos, en un tono misterioso, siguió susurrando:
—En nuestra iglesia... ya sabes... en el ala izquierda... hay un cuadro... un icono que representa no sé qué santa... ¡Eso es! ¡Ella se le parece de una manera sorprendente!
—¡Es verdad!—confirmó Sacha.
—No crees que eso es terrible? Piénsalo: ¡parecerse a un icono!