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fidelidad y fraternidad inquebrantable, compartiendo sus sufrimientos y privaciones, estaba, en realidad, tan lejos de ella como en la época en que vivía con su madre y su hermana. Y cuanto más insoportables eran los sufrimientos físicos, más poderoso ardía en su corazón el fuego de los ensueños irrealizables; aquel fuego se reflejaba en sus ojos, que se habían hecho enormes a causa de la delgadez, y en su rostro, pálido y macerado, como el de un mártir o un santo.

Hacía esfuerzos por ver y oír lo que pasaba a su alrededor; pero no veía ni oía nada. Lo único que comprendía bien, con alegría, era que se acercaba el fin, que la muerte se aproximaba con paso rápido y sonoro. Parecíale que llenaba el bosque de llamamientos misteriosos. Acariciaba un proyecto, un pensamiento desesperado y al mismo tiempo jubiloso: el día que no hubiera ya dudas, el día de la muerte inevitable, cuando el llamamiento fúnebre sonara muy próximo, iría a la ciudad para despedirse de los suyos.

Y durante las largas noches, mientras los Hermanos del bosques temblaban de frío, Sacha meditaba los detalles de su proyecto. Naturalmente, no entraría en casa, ni siquiera se dejaría ver. Pero se acercaría a escondidas a las ventanas y miraría a mamá y a Lina en la obscuridad de la noche de otoño; las miraría mucho tiempo, hasta que apagaran la luz y se acostaran. Es muy posible que viera también a Eugenia Egmont, que quizá se encontrara aquella noche en casa...