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Sacha se estremecía al llegar a este punto. No; valía más no pensar en ello. Y además, si las cortinas estaban corridas, no podría ver nada. Pero su madre, ¿no adivinaría que estaba allí él, detrás de las ventanas? ¿No sentiría sus ojos, no oiría latir su corazón de hijo? Al presente, este corazón latía tan fuerte, que debía oírse en el otro extremo de la tierra.

¡No; ella le sentiría, adivinaría su pensamiento y abriría la ventana!...

Tiernamente, con una belleza indecible, el bosque moría bajo las intemperies del otoño. Lo que ayer era verde aún hoy amarilleaba, tornábase oro; lo que era oro ayer se hacía rojo como el fuego.

Dijérase que había aún gran cantidad de hojas en los árboles; pero muchas de ellas yacían por tierra y crujían al ser holladas. Por entre las ramas desnudas penetraba la vista, lejos, en el bosque. Un pájaro picoteaba un árbol y sus picotazos se oían a gran distancia.

Rodeaban a Sacha unos hombres dulces y tristes que le miraban con dolor y desesperación. ¿Qué podía hacer por ellos? Nada. Les hubiera sacrificado gustoso su último ensueño; pero no lo necesitaban, no comprenderían aquel ensueño del que un abismo los separaba. A veces Sacha sentía vergüenza: ¡era tan rico con sus pensamientos! ¡Y ellos nada tenían!

Miró pensativo al marinero, que se había quedado delgado y pálido en extremo.

—Andrés Ivanovich, ¿vive todavía su madre?—le preguntó.