—No sé.
«¡Qué extraña respuesta!», pensó Sacha, y le pareció que había en aquella respuesta un reproche oculto para él. Hubiera querido hacer más preguntas al marinero, pero no se atrevió.
—¡Nuestros negocios no son brillantes, Andrés Ivanovich! —dijo después de una corta pausa.
—¡No lo son!—respondió el marinero—. Sobre todo no tenemos ropa de abrigo.
311 —Sí; es triste... Parece que Fedot ha prometido encontrar pellizas.
—Es verdad; pero los campesinos no quieren dar nada. Dicen que todas las ropas de abrigo se las ha llevado la partida de Soloviev... Eso es mentira.
—Pues a pesar de todo hay que encontrar ropa de abrigo.
—Sí.
Callaron, sumidos ambos en sus reflexiones. Sacha creía que el marinero pensaba en la ropa de abrigo.
—Me ha parecido, Andrés Ivanovich, que cojeaba usted un poco estos últimos días. ¿Tiene usted la pierna mala?
El marinero quedó confuso, y respondió con la voz ambigua de un acusado:
—De veras? ¿Le parece a usted que cojeo? Me extraña. No; no tengo nada.
—Y, sin embargo, bien se ve que cojea usted.
—Quizá me haya herido levemente sin darme cuenta... Habrá que examinar la pierna... No tie-