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ne usted órdenes que darme, Alejandro Ivanovich?

—No.

Aquel día el marinero, en efecto, no cojeó, y Sacha pensó que probablemente se había engañado.

La vida real se alejaba de él por momentos. Ante su alma joven se abría un mundo maravilloso de amor, de un amor divinamente puro y bello, desconocido para los hombres que aun esperan vivir.

Como una corteza inútil, desprendíase de su alma todo lo vulgar y trivial de las relaciones humanas, el fastidio de los días vacíos. Eugenia Egmont había perdido ya para él casi todos sus rasgos materiales; en sus sueños no veía nunca ni su rostro, ni su sonrisa, ni siquiera sus ojos; a veces le parecía oír el suave roce de sus vestidos o ver el movimiento de su mano fina, y en aquellos momentos ascendían cálidas oleadas a su corazón. Pero, sin ver su imagen física, vislumbraba en ella algo grande y misterioso, la verdadera Eugenia Egmont inmortal, su amor y su belleza eternos.

Tampoco su madre y Lina tenían para él trazos materiales. Las sentía a las dos en su corazón; pero sin verlas, sin intentar siquiera verlas; así era más rico que los demás, porque poseía algo más grande que los demás.

En el suave roce de los vestidos, que se figuraba siempre negros, vivían en su imaginación, con vida inmortal de espectros, tres mujeres; le tocaban ligeramente al pasar, expandiendo un dulce calor perfumado; le amaban, le perdonaban, le compa.