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Los dos quedaron asustados. ¡Su mamá, una mujer como todas, viva, que no estaba allí en aquel momento, pero que no tardaría en entrar, parecerse a un icono! ¿Qué es lo que podría significar eso? ¿Y si no volviera? ¿Si se extraviara en la noche, en medio de aquella nevada, pidiendo socorro con todas sus fuerzas: «¡Sacha! ¡Lina! ¡Hijos míos!»...

—¿Dónde vas, Sacha?

—Al encuentro de mamá.

—Sí, sí, vete. ¡Qué viento!

—Dijo que estaría en casa de los Dobrov.

—Ponte los chanclos.

—No vale la pena.

El vestíbulo no estaba iluminado. La noche, incomprensible y misteriosa siempre para los hombres, miraba por la ventana.

—¿Dónde está mi abrigo?

—Aquí está. ¡Anda, ve en seguida!

Cuando Sacha salió, encontró en la puerta a su madre, que acababa de llegar en un coche. ¡Todo había acabado bien!

Desde aquella noche, el lazo que unía a la madre con los hijos se hizo aún más fuerte. Sacha la trataba con una dulzura particular, con una ternura reservada y una especie de caballerosidad, como si se hubiera hecho persona mayor precisamente en aquella noche memorable; prestaba pequeños servicios a su madre, la acompañaba por las noches, y a pesar de su exigua estatura hasta le ofrecía el brazo. Hacía todo esto con tanta dignidad, que